Madagascar suena a lejano, muy lejano. La isla más grande de África nos decían. Allá al sur, la isla roja, la de la vainilla, la fauna y flora majestuosas, sí, sí, la de los baobabs y los lemures… Pero también esconde otra cara de la moneda: es la tierra de más de 22.000.000 hombres, mujeres y niños, el 90% de los cuales subsiste con menos de dos euros al día. En ella, cada mujer tiene 5,28 hijos de media y menos de una de cada tres tiene un moderado acceso a la atención al parto, cosa que conlleva unas tasas de mortalidad materno-fetal y complicaciones post-parto inimaginables para cualquiera de nosotros. ¿Arrebatador? Sin duda.
¿Cuántas veces desde que decidí que quería ser médico había soñado con cooperar? Muchas. Siempre lo sentí como una parte privilegiada de nuestra profesión. Así que cuando se planteó el proyecto “Operación Madagascar” no lo dudé ni un minuto. A medida que nos íbamos sumando unos y otros al equipo y construíamos el plan, nuestro ánimo no hacía más que aumentar. Y lo que empezó como una emocionante pequeña idea, fue tomando forma, mes a mes, gracias a la Fundación, a nuestros pacientes, familia, amigos y decenas y decenas de personas que de forma anónima nos ayudaron a hacerla realidad.
Farafangana, nuestro destino, es una región mágica aunque no es un lugar accesible. Más de 16 horas de coche la separan de la capital del país y los medios de transporte disponibles son más que limitados. Tiene cerca de un millón de habitantes, pero solo hay una farmacia, menos de 10 edificios de ladrillo, dos hoteles más que modestos y muchas, muchas cabañitas de madera. Para dar una idea de la humildad de sus gentes, por no haber, no había casi ni residuos. Ni latas en el suelo, ni bolsas y botellas de plástico, tan presentes en cantidades ingentes en muchos países en vías de desarrollo.
Las monjas de las Hermanas de la Caridad y el equipo del pequeño hospital de St Vicent de Paul en Ambatoabo al que fuimos nos acogieron con mucho cariño. En seguida nos hicieron sentir parte de la familia, y aunque sólo unos pocos hablaban francés, no tardamos nada en ponernos manos a la obra. Visitamos a decenas de pacientes al día y programamos las cirugías urgentes intentando aprovechar nuestra presencia al máximo.
Una de las cosas que más desarrollamos fue la adaptabilidad. Cada día teníamos que enfrentarnos a lo que había o a lo que dejaba de haber, tanto en el ámbito médico como en las condiciones de vida. Desde ducharnos con agua fría a veces, a operar sin luz otras, pasando por convivir con insectos de Parque Jurásico, pasar visita en habitaciones donde además del enfermo se alojaba y cocinaba la familia entera del operado, o despertar con las campanas del convento a las 5:00h de la mañana. Todo lo afrontamos con calma, buen rollo y mucho sentido del humor. Y creednos que la fuerza y el ánimo hacían falta.
La realidad que se vive allí es durísima, sobre todo para las mujeres, y no deja indiferente. La patología no se detecta, y se desarrolla hasta límites insospechados. La gran mayoría de las mujeres nacen destinadas a tener hijos desde la primera adolescencia, a ser grandes multíparas y a acarrear las consecuencias de parir “al natural” y sin asistencia: nada de anestesia, ausencia de la detección de la no progresión de los partos, días y días de contracciones a lo vivo. En muchas ocasiones terminan con complicaciones graves y de por vida, como desgarros sin suturar, disfunción de esfínteres, fístulas o peor, la muerte del feto o de la propia madre. Si de algo nos dimos cuenta por el tremendo agravio comparativo, fue de la enorme importancia y de la suerte que tenemos al disponer de medios para la asistencia al parto, entre muchas otras cosas, por supuesto.
Pero lo más difícil, sin duda, fue irnos. Sabiendo que, a pesar de nuestra labor, muchas cosas iban a seguir igual. Nadie estaría para vigilar y cuidar a las pacientes que habíamos operado, corregir fístulas y atender a cualquier embarazada que llegara con complicaciones, síntomas de un sufrimiento fetal agudo o que requiriera una cesárea urgente. Sin embargo, la población no dejó de mostrarnos su agradecimiento hasta el último minuto, con calurosas despedidas y abrazos que hicieron que, aunque con el corazón encogido, nos fuéramos con mucha, mucha paz.
Nuestra misión, además de un éxito, ha sido una experiencia extraordinaria e inolvidable, que nos ha hecho crecer a todos. Es cierto que ha sido solo como aportar un grano de arena a un enorme desierto, pero no hay que olvidar que en este planeta hay muchas más personas viviendo en esas condiciones que en un lujoso primer mundo como el nuestro, y eso da mucho que pensar. Por nuestra parte, intentaremos repetirla cuanto antes. Millones de gracias a todos por vuestra colaboración.